Provincia y Conurbano: dos gigantes anestesiados

Mucho se han fatigado las plumas y las voces en los círculos políticos en relación a los despropósitos de la coparticipación y a las injusticias de nuestro federalismo. Es un tópico que ha estado latente desde la reforma constitucional del ‘94. No es nuestro propósito, sin embargo, abordar el tema desde la economía. Lo que queremos marcar en esta nota son algunas de las inconsistencias de larga data que tiene el esquema federal en el ámbito estrictamente político y que se replican también al interior de la Provincia de Buenos Aires. La pregunta inicial que nos tenemos que hacer es ¿cuán proporcional es nuestro sistema de representación? El poder legislativo argentino, que tiene como modelo al estadounidense, está segmentado en dos cámaras. La Cámara de Senadores, integrada por un total de 72 legisladores –es decir, tres por cada provincia– es deliberadamente no-proporcional. Más allá de la historia que detenta el Senado en tanto institución remontable a la República romana, nuestro sistema se emparenta con las teorías iusfilosóficas francesas del siglo XIX. Éstas entendían que el peligro principal de los regímenes democráticos era su alta volatilidad que atentaba contra el orden esencial para cualquier Estado en la medida en que dificultaban la formación de un cuerpo permanente de representantes. En contrapartida, se planeó una cámara que pudiese encarnar la estabilidad política y dar muestras de continuidad excediendo los plazos bianuales de elecciones. El sistema federal, a su vez, hace imprescindible la existencia de un Senado, en tanto debe haber una instancia institucional donde los Estados sub-nacionales (para el caso, nuestras provincias) puedan dirimir en pie de igualdad sus conflictos de intereses. La otra cámara, en cambio, sí está construida sobre la base de un criterio de proporcionalidad. Es acá donde deben quedar plasmadas las diferencias entre las distintas provincias. Si el Senado es la instancia de la simetría, la Cámara de Diputados debe ser la de la asimetría. Sus 257 miembros dan cuenta de las situaciones poblacionales de los distritos subnacionales. O, al menos, deberían. Justamente ése es el principal inconveniente. Porque las provincias más pobladas, sobre todo la Provincia de Buenos Aires, se encuentran subrepresentadas, y las menos pobladas, junto con Capital Federal, sobrerrepresentadas. Vayamos primero al origen del problema. El criterio de asignación de bancas (161.000 habitantes por diputado) fue establecido por la llamada “Ley Bignone” y está basado en el censo de 1980. Si proyectamos ese mismo criterio a la situación poblacional actual, a la Provincia de Buenos Aires le corresponderían 86 diputados (en lugar de los 70 actuales) y a la Capital Federal le corresponderían 17 diputados (en lugar de los 25 actuales). Algo similar ocurre con Córdoba y Santa Fe que, con mayor población que la CABA, cuentan tan sólo con 18 y 19 diputados respectivamente. Esto no es todo. La desigualdad es llevada al extremo con otra de las innovaciones de la ley: cada provincia debe tener un mínimo de cinco diputados, lo que hace que el voto degenere en una suerte de esquema de sufragio restringido. Al igual que en los Estados Unidos previo a la Enmienda de 1866, donde a un votante negro le correspondía políticamente 3/5 de ciudadanía, si comparamos cuánto “vale” un habitante de Buenos Aires con uno de Tierra del Fuego nos llevaremos una sorpresa. El fuegino se haya sobrerrepresentado en una proporción de 1 a 10 en Diputados. Es decir que vale 10 veces más que un bonaerense. Un distinguido técnico de fútbol local diría que existen provincias con ayudín.

Ahora bien, lo curioso –o no tanto– es que esta estructura de representación viciada se replica dentro de la Provincia de Buenos Aires. A diferencia de las elecciones de diputados nacionales, los provinciales no son elegidos por distrito único, sino que surgen de un sistema de distritos electorales. A su vez, tanto la Cámara de Diputados como la de Senadores siguen el régimen de proporcionalidad. Lo que ocurre es que las secciones electorales rurales (la 2ª, la 4ª, la 5ª, 6ª y la 7ª) junto con la correspondiente a La Plata (la 8ª) son beneficiadas en ambas cámaras en detrimento de las secciones del Conurbano (1ª y 3ª). Veámoslo en números duros. La desproporción es tal que el 36% de los diputados provinciales representan al 69% del padrón bonaerense (el Conurbano). Tomemos el ejemplo de la elección de bancas del 2009, en la que se renovó una mitad de la Cámara de Diputados. La sección del Conurbano, la 3ª, que contenía el 70% del padrón habilitado para votar en esa ocasión, decidía el 40% de los representantes en juego. Por su parte, las secciones 2ª, 6ª y 8ª que tienen un peso del 30% en términos de electores, votaron el 60% de los diputados.

Desde ya, es sabido a qué partido con histórico anclaje territorial en el área metropolitana perjudica esta disposición. Las distorsiones suscitadas no carecen de consecuencias nocivas. Pensemos en las marchas y contramarchas del último revalúo fiscal en la Provincia. Independientemente de los colapsos internos en el bloque del Partido Justicialista, las dificultades para aprobar una legislación contraria a los intereses del interior de la Provincia tienen su origen fundamental en este esquema desbalanceado. Por eso –tenemos que señalarlo– es extraño que no entre en el debate sobre las inconsistencias del federalismo al nivel subnacional y subprovincial. Si la Provincia y el Conurbano quieren recuperar el poder de fuego que les incumbe legítimamente, tienen que empezar por las asimetrías que limitan su capacidad de acción, es decir, las políticas.

Obviamente, el problema no se corrige con la imposición de un mero cálculo salomónico. Eso funciona sólo en el paraíso de los técnicos que entienden al Estado como una empresa. La solución tiene que ser de índole política, se negocia. Eso implica –como nos advertía el General– estar dispuestos a abandonar una mitad del reclamo para quedarnos con el 50% más importante. Los peronistas no nos indignamos, no percibimos las posiciones políticas como estandartes de fe indeclinables. Esa es la prerrogativa de los fanáticos y los iluminados, que saben que están en lo cierto. La política entendida como el discurso moral de la calidad, la transparencia o las instituciones. El peronismo dejó esa tarea a la vez insulsa y arrogante en manos de republicanos y progresistas. Más urgentes y esquivos son los desafíos que enfrenta la gestión. Perón lo resume muy bien en su Conducción Política: “La buena conducción se mide por el éxito. En el arte de la conducción hay sólo una cosa cierta. Las empresas se juzgan por los éxitos, por sus resultados. Podríamos decir nosotros: ¡qué maravillosa conducción!, pero si fracasó, ¿de qué sirve? La conducción es un arte de ejecución simple: acierta el que gana y desacierta el que pierde”.[*]

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